viernes, 16 de marzo de 2012

El encanto de los pueblos






Era lunes, pero Bruno no paraba de pensar en el viernes. ¡Aquel iba a ser un fin de semana genial! Todo había empezado el día que Sergio le invitó a irse con su familia aquel fin de semana de marzo.

- Iremos a la playa si hace buen tiempo. ¡Lo pasaremos genial! – le había dicho Sergio.

Y aunque a Mamá la idea no le había gustado mucho al principio, Bruno había insistido tanto que finalmente le habían dejado irse con ellos. ¡Lo iban a pasar tan bien! Bruno no paraba de hacer planes y de soñar con aquel viaje. Sin embargo, el jueves por la mañana, Sergio llegó a casa con una cara tristísima.


- Mi padre se ha puesto malo y ha dicho que de la playa nada de nada. ¡Viaje cancelado!

Bruno se llevó tal desilusión, que Mamá decidió prepararle una sorpresa:

- Bruno, este fin de semana visitaremos a los abuelos. ¡Nos vamos al pueblo!

¿El pueblo? Bruno no podía imaginarse un plan más aburrido.

- ¡Qué rollo! – había refunfuñado Bruno al subirse al coche - ¿qué vamos a hacer todo el fin de semana en el campo? Si no hay cines, ni tiendas, ¡espero que al menos tengan tele!

Y así, con el ceño fruncido había llegado a la pueblo. Y así, con el ceño fruncido, había saludado a los abuelos. Y con el ceño fruncido también se había sentado a cenar con su familia. Su malhumor le había robado el apetito, así que apenas cenó.

- Si no vas a comer ninguna croqueta, sube a tu cuarto y ordena todas las cosas.

En la habitación, Bruno descubrió que había una tele pequeñita.

- Una tele en mi propio cuarto…¡uoooh! Quizá la cosa pueda mejorar un poco.

Pero al tratar de encenderla, Bruno había comprobado con fastidio que no funcionaba. Al escuchar sus quejas, el abuelo subió a ver qué pasaba.

- La tele..ufff, Bruno, por mucho que intentes encenderla, no lo vas a conseguir: lleva años sin funcionar.

- Ah, pues vaya, pero al menos habrá una tele en algún otro lugar de la casa, ¿no?

- Sí, claro que hay una tele, ¡A ver si te crees que en el pueblo vivimos en otro planeta!

- Uf, menos mal… - respiró aliviado Bruno.

- Pero…

Bruno volvió a fruncir el ceño: aquellos peros de los mayores no le gustaban nada, siempre que los escuchaba sabía que algo malo estaba a punto de salir de la boca de los adultos…

- Pero se ha estropeado el aparato de TDT y hasta el lunes no podremos ir a comprar otro…

¿Todo el fin de semana sin televisión? Aquel viaje parecía más una pesadilla que un regalo. Al ver su cara de abatimiento, el abuelo trató de consolarle:

- Bruno, anima esa cara. Tampoco es un drama… ¡anda que no podemos hacer cosas aquí!

Bruno le miró con escepticismo, ¿cosas que hacer en aquel rincón perdido del campo? Los mayores no tenían ni idea de lo que era divertirse…

- Esta noche habíamos pensado en dar un paseo por los alrededores. No hace mucho frío y como hay luna nueva se verán un montón de estrellas…

- Estrellas, estrellas…¡yo lo que quiero es ver la tele, no las estrellas! – refunfuñó Bruno una vez más – para eso prefiero quedarme en casa.

- Como quieras, pero…

Ahí estaba un nuevo “pero”. Bruno se preparó para que otra mala noticia saliera de la boca de su abuelo.

- Pero ten cuidado, que esta casa es muy muy antigua y no la conoces mucho. A veces…

- A veces ¿qué? Abuelo, ¿estás tratando de asustarme?

- No, qué va, solo te digo que es tan antigua que se queja: las maderas crujen, el viento silba por los agujeros de las ventanas…

- Abuelo…¡no vas a conseguir asustarme! Pero si ya soy mayor…

- Yo solo te aviso…para que no los confundas con fantasmas o algo así…

Lo que faltaba, pensó Bruno para sí: una casa con fantasmas, eso sí que era el colmo. Bruno pensó por un momento que quedarse solo en aquella casa no era tan buena idea, pero no quería parecer un cobarde delante del abuelo.

- ¿Fantasmas? Abuelo…si los fantasmas no existen…¡Qué bobada!

Pero lo cierto es que cuando todos se fueron y Bruno se quedó solo, comenzó a escuchar un sinfín de ruidos: chasquidos, silbidos, maullidos…

- Que no cunda el pánico…son ruidos porque la casa es vieja, tal y como decía el abuelo… - exclamó en voz alta para intentar tranquilizarse.

Sin embargo, cuando ya comenzaba a acostumbrarse a todos aquellos sonidos, escuchó un extraño quejido. Parecía el lamento de una persona, un llanto fuerte, un grito de dolor. ¿De dónde procedía aquel berrido terrible?

- Tiene que ser mi imaginación – pensó al momento, aunque en realidad aquel sonido bien podía ser de algún alma en pena que vagara por el pequeño pueblo.

Para colmo de males, a todos aquellos misteriosos ruidos de la casa, se le sumó otro más. Pero en esta ocasión el sonido no venía de fuera, sino del propio Bruno: eran sus tripas que rugían de hambre.

- ¡Aaaaaay! Ojalá me hubiera comido las maravillosas croquetas de la abuela …¡qué hambre!

Y a pesar del miedo, Bruno decidió bajar a la cocina a comer algo. Pero allí, en vez de comida, Bruno estaba a punto de descubrir una nueva sorpresa.

- ¿Ahora tampoco hay luz? ¿Cómo es posible esto?

Bruno se resignó a buscar a tientas el camino de vuelta a su dormitorio y a meterse inmediatamente en la cama. Quizá si trataba de dormirse olvidaría los ruidos fantasmales y el gusano de su tripa vacía. Sin embargo, cuando estaba subiendo las escaleras, Bruno escuchó voces:

- ¿Ese que habla no es el abuelo?

Efectivamente, aquella voz era la del abuelo y provenía, sin duda, de los establos. Bruno cambió la dirección de sus pasos y se dirigió a las cuadras. Las voces eran cada vez más claras. También los berridos terribles que tanto le habían asustado. Bruno tomó aire antes de empujar la puerta del establo. Lo que allí se encontró…¡no se parecía nada a un fantasma!

- Bruno, ¡qué bien que hayas venido! Estábamos a punto de ir a buscarte, pero ninguno nos queríamos perder este momento – exclamó emocionado el abuelo - Cándida, nuestra vaca, está a punto de traer al mundo un ternero.

Así que aquellos gritos no eran de ningún fantasma, sino de la pobre vaca Cándida, que se había puesto de parto en plena noche. Después de una hora de lamentos, el pequeño ternero nació. Era tan pequeño y delicado que todos tenían ganas de tocarlo y abrazarlo, pero el abuelo les detuvo. Solo su madre debía ocuparse del ternero por el momento.

- Dejémosle solos que disfruten el uno del otro después de tanto esfuerzo. Y nosotros…¡a dormir!

Bruno miró el reloj asombrado…¡era tardísimo! Con tanto ajetreo la noche se les había pasado volando. Quizá después de todo – se dijo Bruno cuando se metió en la cama, después de haber llenado la barriga con unas riquísimas croquetas de la abuela – el pueblo fuera un sitio tan divertido como la playa.

O más…

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